No podía ser otro el tema tan cerquita la Navidad. ¿Pero
qué alegría? No ésa que viene del buen carácter, que igual que viene se va. Sino
aquella que dice Jesús que nadie nos puede quitar. Yo encontré su fuente en un
mes de silencio que hice hace algunos años. Todavía conservo la anotación que
hice en mi cuaderno y que hasta hoy traigo a mi memoria todas las mañanas y
cuando me muerde la serpiente de la melancolía y la tristeza. Cinco palabras
constituyen ese gran secreto de la alegría perenne: Tú eres mi hijo amado. Y la
experiencia interior de la alegría y la ilusión que tiene mi Padre Dios por
haberme creado, por mi existencia. El resto: las circunstancias, mis éxitos o fracasos, incluso
mis pecados, las personas que me rodean, unas veces agradables otras
-pobrecillos- amargados, los proyectos y los recuerdos,…. todo son
oportunidades para amar y servir a mi Buen Padre Dios y ayudarle a salvar a sus
hijos, mis hermanos. Las cosas no nos positivizan o nos malean. Si esta fuente mana en ti y
en mí somos nosotros los que positivizamos todo, aunque el efecto no se vea en
el momento, como cuando el bálsamo toca la carne contraída y parece que se
queda fuera, inútil, pero luego va penetrando suavemente, llenando de frescor y
fragancia el interior del cuerpo. La Navidad es la celebración de este misterio
del Amor que Dios te tiene, estés como estés, porque eres su hijo, su hija. El Hijo de
Dios se hizo hombre para que los hombres fuéramos hechos hijos de Dios le
gustaba repetir a san Agustín por estas fechas, y no por casualidad las fiestas
navideñas terminan con el Bautismo del Señor y esa voz dirigida a cada uno de
nosotros: Tú eres mi Hijo amado en quién me complazco. Creetelo, sé que no es
fácil, a mí tampoco me lo resulta, pero su abrazo insistente no deja espacio a
la duda. Vence quien abraza más fuerte -dicen- y El ha venido a abrazarte hasta
que dejes de llorar y te lo creas: Tú eres mi hijo, mi hija amada, mi alegría y
mi ilusión. Feliz Navidad