Querida hija, querido hijo y hermano
Cómo se ríe contigo tu Padre
del cielo cuando vas a tu misa del domingo o entresemana con tus niños armando
guerra, reventada del trabajo del día o la semana o con la mente puesta en esos
apurillos que estás pasando. Te entristece pensar que no has vivido bien la
santa misa. Que con todo ese jaleo has salido casi como has entrado, e incluso
se desliza veladamente una tentación: que esas cosas, que tu vida como es, es
un obstáculo en tu relación con el Señor, que de más joven le sentías mejor en
esas misas ya idealizadas en tu recuerdo. Pero tu Padre del cielo no te mira
así. Todo lo contrario. Te ve gastado por la entrega, pendiente de esos
pequeños que dependen del todo de ti o en tu trabajo o en tus estudios, ve tu
mente y tu corazón empleados en hacer fructificar los talentos que El te dio, y
no puede sino recoger esa “sangre, sudor y lágrimas” como algo precioso que
guarda cuidadosamente en su vasija de oro. Es verdad que a veces respiras de
nuevo en un retiro, en una oración un poco más larga delante del Sagrario… sí,
pero no te confundas, lo que verdaderamente llena de gloria el trono del cielo,
lo que sube como un incienso perfumado no son tus sentimientos de fervor, es tu
vida entregada, eres tú, tu corazón que aunque a regañadientes un día más se ha
dejado partir y repartir como el pan de la eucaristía. Y el Señor ve. Ve más
profundamente que tú mismo. Y recibe la ofrenda que le haces al decir en el
ofertorio: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio (el de Jesús en
la cruz y el tuyo unido al suyo, ambos sacrificios de amor) para alabanza y
gloria de su Nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia”. Sí,
tu vida así ofrecida, aunque no sientas nada especial, llena de gloria el cielo
y es una poderosa intercesión “para nuestro bien” el de tus niños, el de
los tuyos, el de tu propio futuro y también tu pasado y aún más de lo que te
imaginas, pues tu entrega cotidiana llega al mundo entero “a toda su santa
Iglesia” y sostiene misioneros y mártires que en el mundo entero luchan en
su entrega cotidiana como tú. Por eso el Señor repite cada día, cada semana,
cada año, esos mismos ritos y no se cansa. Porque esa reiteración casi
rutinaria, cotidiana, es su manera de compartir tu vida cotidiana, casi
rutinaria, e introducir en ella, cada día y en el silencio, una novedad que a veces
sólo El conoce pues te falta la perspectiva del artista que te permitiría ver
como va siendo tejida la bellísima obra de tu vida con hilos de amor y de
dolor, que parecen idénticos y que sin embargo unidos uno tras otro forman un
tapiz único y maravilloso.